Había una vez una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas, donde del otro lado de la extensa pradera, se hallaba un hermoso jardín rodeado de avellanos.
El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año.
Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía una familia que tenía muchas plantas en su jardín de enfrente, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, esa familia tenía una casa hermosa.
Y se hablaba mucho sobre su momento de convivir en familia: paciencia, decía el más pequeño de la familia. Ya llegará la hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.
La familia dijo: esperamos mucho de ti. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?
Necesito tiempo para pensar dijo el pequeño ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.
Un año más tarde el pequeño se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El pequeño sacó la valentía que tenia ante todo.
Nada ha cambiado dijo. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el pequeño se escondió en su cuarto para hacer exacto en el closet. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el pequeño se quiso así mismo.
Por: Melisa García Elizarrarás.
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