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lunes, 23 de marzo de 2015

Un alcatraz utilizado.

Es un día nublado y mi pies siente hasta el alma el frío que cala mis huesos.
Mi bufanda hecha de tela obscura y delgada no es capaz de cubrir cada respiro de hielo de doy.
Un peculiar olor a café llama mi atención e insegura me dirijo a la puerta de aquel establecimiento, pero justo al sentir el frío picaporte me arrepiento y retrocedo.

Sigo mi camino y mis latidos comienzan a acelerarse, mi estómago se achica y mis pasos han aumentado su velocidad. Escucho unas llantas rechinar con fuerza y un susto incomparable en mi rostro es reflejado por la ventana de una casa.
No se que ha pasado pero de un instante a otro me encuentro en el suelo y un lago de sangre me rodea, lo último que alcanzo a mirar son cristales rotos y un alcatraz tendido y abandonado a la mitad de la calle, manchas negras opacan la belleza que normalmente tiene uno.

Con mis ojos cristalizados poco a poco mi vista se va aclarando y es ahí cuando miro mis brazos llenos de agujas y a su lado una máquina que al parecer controla cada uno de mis respiros.
El olor a tierra mojada logra entrar por las ventanas de la habitación y un par de personas que nunca en mis 17 años de vida había visto están paradas bajo el marco de la puerta, su cara de emoción ilumina el cuarto y la única palabra que emiten antes de correr a abrazarme es: "hija".

Mi cabeza comienza a doler a causa de una combinación de luces brillantes y canciones a un volumen elevado, miro tanta gente a mi al rededor que de pronto me siento claustrofóbica, un sin fin de botellas con licor están al fondo de un lugar donde nunca creí que llegaría a poner un pie, no se como llegué ahí, una pelea con mis papás o un capricho adolescente fueron los pretextos perfectos para que una mano con intenciones necias me ofreciera un alcatraz y me llevará por un largo viaje lleno de peligro con rumbo al hospital.

Por: Maribel Frías Juárez.

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